Frío, ratas y café o-lo-que-sea. Podría ser un buen resumen de la vida dentro de la cárcel Modelo de València a principios de 1978. El periodista Antonio Goytre lo contó en las páginas de Valencia Semanal a partir del testimonio, en primera persona, de varios internos.

Eran tiempos agitados, con motines cada seis meses, indultos que no llegaban, mejoras que apenas se notaban y promesas que no se cumplían. Las quejas sanitarias (denuncias de instrumental viejo, presos atendiendo en enfermería, poca luz en las instalaciones, encierro total los primeros cinco días de ingreso en la prisión para prevenir enfermedades contagiosas sin ningún tipo de atención higiénica…) eran habituales.

A las 6.45h una trompeta les despertaba. Frío y humedad “en esta asquerosa celda que odias con todas tus fuerzas”, contaba un preso. Un nuevo día, las mismas rutinas de siempre, las mismas caras.

Primero el recuento. A las 7h, el café (o lo que sea) y un panecillo. Paseo helado por el patio, por el que “todas las noches pululan ratas”. Segundo recuento con el cambio de guardia. Segundo paseo. No había bancos en el patio. Solo el water, “que da miedo verlo”. Tocaba andar de un lado a otro, “perder el tiempo”, menos los pocos afortunados que trabajaban.

Había cuatro talleres para ello en la Modelo. Ocupaban a una quinta parte de la población reclusa. En uno se construían pequeños barcos y palos de escobas para fregonas, mientras estaban en contacto con materiales tóxicos. En otro fabricaban guitarras para Musical Benavent, cobraban en torno a las 1.800 pesetas al mes por fabricar unos instrumentos que superaban las 2.000 en su venta al público.

La comida (“solamente hay tres días que se puede comer regular”) era a las 12.30h. Cuando acababan, tercer recuento. Hasta las 15h cada uno en su “inhabitable” celda (“solemos escribir, o leer, o dormir un rato”). Por la tarde más de lo mismo: toque de corneta, paseo, nuevo recuento. 18.30h, frío y hambre. Entraban en la galería. “Hay una celda doble llamada, pomposamente, biblioteca, sucia, casi sin libros, llena hasta los topes de gente, humo, mal olor”.

Antes de cenar tocaba otro recuento. “En la celda ceno como puedo, sin mesa ni silla, un plato de hojalata y una cuchara, como animales”. En el mismo lugar donde hacían sus necesidades, “el olor es nauseabundo (…) y pululan los mosquitos, las cucarachas, los chinches”.

Y llegaba la temida noche. Último recuento, masturbaciones furtivas, portazos, luz apagada, silencio, eran las 22h y la cabeza empezaba a darle vueltas a todo, esperando que el día siguiente fuera distinto, pero sabiendo que no, que por algo se le llamaba condena a lo que cumplían.


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