
Goyo, Quincoces II, Paquito López, Goterris, Buqué, Pasieguito… Podría ser parte de una alineación del Valencia C.F. de los años cincuenta. Pero se trata del listado de huéspedes de una pensión que había en la calle Cirilo Amorós, 71, en la que se alojaron todos ellos. También lo hizo Maite Arrieta, entonces una niña de cuatro años, nieta de la propietaria, Juanita Urrengoetxea, a la que recuerda como «muy pequeñita pero con mucho carácter, era muy viva. Los futbolistas le decían que no había crecido por los nervios que tenía”.
Maite llegó a València, desde su Amorebieta natal, en 1955. Desde el primer día se convirtió en el centro de atención de los jugadores. «Me llevaban con ellos a todos los lados. A Casa Balanzá, a Aquarium, a Chacalay… Jugaban conmigo, me cogían a brazos, me pasaban de uno a otro, me tiraban por el aire. Siempre estaban pendientes de mí y se reían de todas mis gracias. No importaba que hubieran ganado o perdido un partido».
La pensión, que no tenía nombre, ocupaba dos áticos de la céntrica calle. Las terrazas de ambos eran ideales para hacer fiestas. «Claro que se hacían. Y subían chicas, estaban locas por ellos. Todos eran solteros, jóvenes, tenían ganas de divertirse». Los cumpleaños eran otra buena excusa para la francachela. «Menudas juergas hacían. Mi abuela les amenazaba con tirarles todo por la ventana porque se ponía nerviosa del follón que armaban».

Los futbolistas no tenían entonces redes sociales, pero su popularidad era igual, o incluso superior, a la de los actuales. «Vivían como reyes. En aquellos años eran algo especial». La cercanía también cotizaba al alza. Los días de partido se iban andando al campo desde la pensión, estaban al lado, cruzaban el puente y enseguida llegaban a Mestalla. Y por el camino iban saludando a la gente con la que se cruzaban. Esa accesibilidad a veces les agobiaba y encontraron en Maite a su mejor aliada para esquivarla. «Les llamaba mucha gente a la pensión y estaban hasta las narices. Me decían que cogiera yo el teléfono cuando sonara. Preguntaban, por ejemplo, por Buqué, y yo decía que no podía ponerse porque estaba durmiendo la siesta o porque había salido. Y era mentira, lo tenía delante de mí».
A Buqué, precisamente, lo recuerda como «muy cachondo, muy gracioso, mucho». Y también muy generoso. Su familia tenía una tienda en Barcelona y le mandaban unas cajas metálicas de galletas que él compartía siempre con Maite. Aunque todos tenían querencia por la juerga, Pasieguito era «como más formal» y Quincoces II «muy serio». Con Goterris tuvo una conexión especial, aunque no se decanta por ninguno cuando se le pregunta por su favorito. «Los otros tenían envidia a Goterris porque siempre quería jugar con él y para hacerme rabiar me decían que era mi novio. Yo les contestaba que no, que era muy pequeña para eso y se reían».

La pensión era como una gran familia, empezando por Anastasio el portero del edificio. Además de su abuela, trabajaba allí su tía Carmen, que fue con quien Maite se vino de Amorebieta a València y «también estaban Enriqueta, que era una chica de Teruel, y Carmen, la pequeña, que era un poco más alta que una mesa». A pesar de ese ambiente, Juanita era inflexible cuando se trataba de cumplir las pocas normas que había en aquella casa. «Mi abuela llevaba una llave colgando, que no tenía nadie más, y a partir de determinada hora cerraba y no se podía entrar, y se tenían que buscar la vida porque si no era un cachondeo aquello».
Maite no recuerda que los futbolistas llevarán algún tipo de dieta especial porque no comía con ellos, pero sí que algunos fumaban. Tampoco que los entrenadores se pasaran por la pensión para controlar a sus pupilos o hicieran algún tipo de llamadas. Eran otros tiempos. Pero en lo que no ha cambiado es que durante las Navidades, los futbolistas (y la mayoría del resto de huéspedes restantes, todos vascos) volvían a sus casas a celebrar las fiestas.

Una de las cosas que más valoraban los valencianistas era cómo cocinaba Juanita. Tanto les gustaba que le animaban una y otra vez a que abriera un restaurante. «Le decían que ellos irían y con esa publicidad seguro que se llenaba. Ella les contestaba en euskera «aber ba», que significa «a ver pues». En 1959, abrió Gure Etxea. Allí fue, también cocinera la madre de Maite, Julia Guruciaga. «La gente hacía cola para entrar. Hay una anécdota con el alcalde de entonces, Rincón de Arellano, que cedía su turno y dejaba pasar a la gente, porque decía que ya iría él otro día».
La conexión entre Juanita y los futbolistas se prolongó incluso años después de cerrar la pensión y de que algunos de ellos abandonaran el Valencia C.F. «Cuando falleció mi abuela fueron bastantes jugadores al entierro, que fue en San Juan de la Ribera, en la Avenida del Puerto. Estaba, por ejemplo, Sol, porque para nosotros era como de casa, no por la pensión, donde no se alojó nunca, sino por el restaurante, al que solía venir mucho a comer».

La tradición gastronómica de la familia no acabó con el Gure Etxea (de hecho se prolonga hoy en día con el restaurante Al Tun Tún, de Valentín, hijo de Maite, donde se hizo esta entrevista). Cuando Julia salió de las cocinas del Gure Extea, montó junto a su marido Agustín (padre de Maite) el bar Adelantado, en la calle Peris Brell. Una hija de Juanita, Ana Mari (cuñada de Julia, tía de Maite) puso en marcha otro clásico de la comida vasca de la ciudad, el Eguzki, en la Avenida Baleares. Pero tal vez el más importante de todos ellos, al menos para esta historia, es el que abrieron la propia Maite y su marido, Macedonio Sánchez, en 1982 (año muy futbolístico para la ciudad) y que cerró sus puertas este año, el Leixuri, en el número 80 de Cirilo Amorós, justo enfrente de la pensión a la que llegó un día una niña de cuatro años para descubrir un universo tan maravilloso (de los que no se olvidan aunque pase el tiempo) como un gol por todo la escuadra.